Escrito por: Rafael Argullol, escritor y filósofo
El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles
automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me
preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento
continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el
modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era
adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y
dijo: “Como usted mide metro ochenta y siete…”. Me quedé perplejo.
Comenté: “¿Cómo sabe mi estatura?”. El hombre, al inicio, no reaccionó.
Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se
hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del
desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a
este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad,
señalando a su ordenador: “Lo dice aquí”.
El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo
se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas.
Le pedí al vendedor que me dejara ver “lo que decía allí”. Alegó
débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se
derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi
confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba
avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento
sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era
un mero empleado.
Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y,
como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador
había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla
las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una
operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en
cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor.
El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado
de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que,
naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me
levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante
torpeza, pero creo que con sinceridad.
Tras el asesinato de Palme, Suecia alegó la importancia de preservar la privacidad de los ciudadanos
Desde el despacho en el que había estado recluido para la frustrada
compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí
varias cámaras de vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado
mis movimientos. Era lo mismo que ocurría en cualquier local. Me había
acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran
mis pasos. En esta ocasión reparaba en su presencia porque mi ánimo
había sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos
ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero mañana me acordaría de
la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas
omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de los
otros ciudadanos.
Hubo un tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la
concesionaria de automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando
cámaras de vigilancia y me fue fácil localizar varias en plena calle.
Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de
estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no
recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la
salida de un cine al que había acudido, como siempre, sin escolta. A
consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia,
planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle peatonal. La
inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una sociedad
libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos,
me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar,
de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles.
Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva
York, en 2001, impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una
proclamada seguridad.
Estos días me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden.
Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es siempre
muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la
realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de
coches nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información
sobre mí para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después
de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden,
todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles.
Ya no se espía a individuos, entidades o instituciones; se espía, y de
manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve
todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres
humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea
porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la
libertad ofrecer este tipo de resistencia.
Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron
a una percepción de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda
su extensión, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza
humana. Es curioso que ni ellos, ni prácticamente ningún otro escritor,
fuesen capaces de intuir los instrumentos técnicos decisivos del futuro.
La imaginación, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo
avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un modelo clásico:
un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los hombres,
si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en
el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde
estilizados rascacielos de poder.
Pero las profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo
profetizado, precisamente por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni
Orwell podían intuir que sería el propio hombre el que pondría en pie
gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o
por la aplicación de ideologías totalitarias, sino por el uso
aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como
Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte
de los poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad
con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar
aquella sed.
Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque
ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria
acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo
que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o
inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus
propias aberraciones: abolición de la intimidad, apatía, sumisión.
Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con
la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al espionaje
masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en
nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos
es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad
individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que
cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura
mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha.
La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es
sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusión más radical: toda la
humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada,
vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero aún lo es
menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se
presten alegremente como víctimas del sacrificio.